Hablar de ciudades, organizaciones, dinámicas sociales o espacios públicos y privados (por mencionar algunos temas) es sin duda distinto a como lo hubiéramos hecho meses atrás. Si bien la máxima frente a los cambios era planearlos, todo 2020 nos ha puesto en la cara que no es suficiente con establecer metas, reconocer nuestras condiciones actuales y establecer un plan de acción para acercarnos sistemáticamente y con firmeza a nuestros objetivos.
Por otro lado, permanecer donde estábamos, literal o metafóricamente, es imposible si queremos sobrevivir. Como le recomienda a Alicia la Reina roja, incluso para eso hay que correr rápido. El mundo está girando mucho más rápido y nos deja con espacio limitadísimo para idear una estrategia asegurándonos de dar pasos en firme. Más que planear los cambios como quien traza una ruta u organiza cuidadosamente un viaje (en el que seguro tendrá factores sorpresa, pero para los que puede también anticipar un plan de contingencias), nos viene mucho mejor abrirles el corazón y subirnos a ellos tan ágilmente como los surfistas a las olas, porque esta pandemia nos grita que no podemos detenerlos ni atravesarlos sin vernos afectados o transformados por ellos.
El virus, que fue filtrándose por la grieta hasta reventar la presa, nos alcanzó con la fuerza del agua acumulada que se libera de un contenedor inflexible que, además, ya le parece pequeño. Ya Baumann habla de los líquidos reconociéndoles el gran poder de afectar los sólidos que tocan, y en este caso parece que, cada vez más cerca, lo que está a nuestro alrededor se va humedeciendo, o mojando, o disolviendo, dependiendo de si hablamos de actividades comunes, interacciones con otros… o vidas cuyas ausencias nos golpearán fuerte (y aquí hablo más a título personal) una vez que podamos volver a reunirnos “como antes”, y veamos las sillas vacías o nos hagan falta las voces.
Quizás no sea tan atrevido pensar que todo ha cambiado. La normalidad en la que estábamos inmersos es ahora como las historias que se ven desde lejos: los parques están vacíos, u ocupados con personas de medio rostro cubierto, las escuelas están cerradas, las obras de teatro se pueden ver desde la sala de la casa y en los supermercados está prohibido el acceso con menores de 12 años. Y dentro de las casas, donde sentíamos seguridad, donde controlábamos más que en cualquier otro lado las modificaciones, también hemos tenido que abrirle la puerta a transformaciones provocadas por un virus que llegó, dicen, para permanecer.
Para muchos de los que tenemos la “fortuna” (si, a estas alturas, la podemos llamar así) de limitar nuestras salidas y permanecer más tiempo entre las mismas paredes, nuestro contacto con el mundo exterior son las redes sociales, los medios de comunicación, el intercambio de mensajes -vía alguna aplicación- con personas a quienes solíamos frecuentar. Es a través de las redes que podemos gritar lo que no nos atrevemos a decir a quienes tenemos a un lado y con quienes compartimos espacios físicos: nuestra desesperación, nuestro cansancio, nuestra incertidumbre, nuestro miedo… pero también nuestro coraje, nuestras reflexiones y nuestros juicios.
Teniendo resueltas nuestras necesidades de comida y seguridad, siguen en importancia (según Maslow) las de pertenencia y reconocimiento, y las redes sociales son la promesa magnífica de acceder a la vitrina que nos ponga frente a quienes nos acepten en su círculo y nos levanten el pulgar en señal de acuerdo. Cada vez son más comunes ejemplos significativos de cómo obtener Likes o RTs, y cada vez son más las aplicaciones que nos dan las herramientas para ponernos digitalmente frente a otros. Las fronteras que definen qué estamos dispuestos a hacer para conseguirlo parecen ser todavía difusas, e igual de difusas son aquéllas que limitan nuestra participación en redes a nuestra vida personal, o la relacionan con nuestro trabajo.
Hace un año, una mujer “bromeó” en su Twitter sobre lanzar una bomba al zócalo lleno de partidarios de la presidencia actual. Tan solo unas semanas atrás, otra se convirtió en tema de conversación y crítica por gritarle a un guardia de seguridad, lanzándole comentarios claramente peyorativos y clasistas. ¿Qué dice eso sobre ellas? Es muy debatible. ¿Qué dice sobre si cumplen con sus responsabilidades dentro de la organización en la que trabajan? Quizás muy poco o nada. Sin embargo, en uno de los casos la mujer fue despedida como consecuencia del video que fue visto por miles de personas.
La discusión sobre si las empresas actuaron adecuadamente al desvincular en un caso, o ignorar en el otro, es amplia. ¿Hasta dónde las organizaciones pueden decidir a partir de lo que alguien hace en su vida personal y con sus redes sociales?
Hace muchos años tuve la oportunidad de trabajar, precisamente, en una aerolínea. Pertenecer a esa empresa nos permitía viajar con precios muy accesibles si es que el vuelo no iba lleno, y eso podía ser incluso en Clase ejecutiva. Ya fuera en clase Ejecutiva, Primera o Turista, como empleados de la empresa teníamos prohibido viajar con ropa informal. Así el vuelo durara 15 horas, saliera a las 3 de la mañana, y nadie más que nosotros y el crew supiera que éramos compañeros, teníamos la consigna de viajar con vestimenta formal. Quienes usaban uniforme también tenían prohibido salir de fiesta usándolo, o tener un “mal comportamiento”, incluso fuera de la empresa y evidentemente más allá de las horas de trabajo. Para esa línea aérea, aunque nadie más tuviera cómo saberlo, nosotros éramos sus representantes. Con que lo supiéramos nosotros era suficiente, como cuando los presos del Panóptico saben que quizás alguien los está viendo, presto a castigarlos si cometen una falta.
Y es que dentro de cada compañía existen códigos (a veces explícitos, pero muchas veces implícitos) de vestido o de comportamiento que conforman la cultura que se vive dentro. Así como hablar de japoneses o italianos remite ciertos prejuicios, hablar de “quienes atienden el Call center de un banco” o de “quien trabaja en X o Y tienda de ropa” trae a nuestra cabeza un perfil que difícilmente encajará con todas las personas en esos puestos. Sin embargo, para las organizaciones preocupadas por la imagen que los demás ven de ellas, es importante que sus representantes cumplan con ciertas cualidades visibles (comportamientos o códigos de conducta), y decidir también qué medidas tomar con quienes no las manifiestan. Así, poner en nuestras redes la empresa de la que formamos parte, nos vincula automáticamente con una organización que bien puede decidir, considerando los motivos que considere convenientes, si continúa o no ese vínculo; si quieren que sigamos siendo, o no, quienes las representan.
En un mundo ideal e impecable, lo que las empresas muestran es un reflejo de lo que pasa en su interior. No obstante, muchos de nosotros hemos tenido experiencias que respaldan la idea contraria: organizaciones que se jactan de sus ambientes cálidos y colaborativos, de sus líderes empáticos y de sus procesos humanizados, pero que en la práctica son bien distintas. Y es que las empresas son finalmente una ciudad en pequeña escala; una sociedad reducida con sus dificultades y sus logros, sus conflictos y sus reglas.
En una sociedad en la que nos hemos acostumbrado a mostrarnos y a ser calificados, tanto las empresas, como las personas (y los gobiernos y las escuelas y las familias y un etcétera ilimitado) queremos mostrar lo mejor de nosotros, aunque tengamos que fingir u ocultar u omitir. Incluso Google, con sus oficinas comodísimas y llenas de color, su ambiente relajado y sin protocolos, y sus espacios lúdicos, tiene entre sus posiciones un trabajo que ha trastornado a las mentes más fuertes: el de buscar contenido que puede ser prohibido para denunciarlo y que sea bajado de la red. Labor de valientes que se atreven a entrar en los sótanos más profundos de internet, donde igual las almas más puras y las más perversas tienen la oportunidad de compartir.
Así como se dice que “cada familia guarda un secreto”, es probable que cada empresa guarde sólo para algunos la información que, considere, pueda ser un riesgo, ya sea para su seguridad o para su imagen. Todavía a principios de 2020 también las personas de a pie podíamos guardar algunos secretos y definir con más libertad los límites que queríamos poner entre nuestra vida personal y nuestra vida laboral. No obstante, la nueva normalidad nos ha obligado a abrir las puertas y ventanas de par en par, para que ojos que nunca consideramos tengan acceso al espacio que, hasta hace apenas unos meses, era nuestro espacio seguro.
Aun frente a la necesidad -existente ya para muchos- de trabajar desde un espacio privado lejos de la oficina, en un “antes” muy cercano bastaba con acondicionar una esquina en casa para tener una videollamada, cerrar la puerta y pedir silencio a los demás para que todo pareciera perfecto e impecable frente a un jefe, un colega o un cliente. Hoy eso es imposible y cada vez importa menos. Entre las evidentes dificultades económicas, emocionales, administrativas, familiares, laborales [agregue el ámbito que desee] que ha traído consigo esta marea de cambios, una de las ventajas es que, esta nueva normalidad, parece en realidad más normal que la otra. Las mamás cargan bebés durante una junta, los perros se atraviesan, alguien toca a la puerta o pasa el camión que compra colchones o lavadoras sin que a nadie le cause ya asombro. Como la experiencia que en marzo de 2017 tuvo el profesor Robert Kelly durante la entrevista a la BBC, hoy se cuentan montones.
Todo es tan diferente respecto al último enero, que paradójicamente la incertidumbre parece ser hoy la nueva certidumbre. Atravesamos como turistas nuestro día a día, con el crecimiento personal y laboral que implica enfrentarse a retos y novedades, pero también con el cansancio y el estrés que trae consigo caminar prolongadamente, a oscuras, en un terreno en el que no habíamos estado nunca. Y frente a lo inesperado, lo que se había postergado durante años en las organizaciones por no sentirse listas, se tuvo que poner en práctica por la urgencia de mantener la salud de quienes las conforman. Aun cuando hasta ese momento, por “salud” se entendía sólo la del cuerpo, si otra Victoria podríamos cantar “cuando pase el temblor”, es la de reconocer la importancia de la, también “salud” mental y emocional.
Acompañando al dolor, la frustración o el desespero que hemos vivido tan de cerca en este período que parecen años, tenemos frente a los ojos la posibilidad de reconocer y mantener, de esta nueva normalidad, lo que nos recuerda que somos, más que colaboradores, más que trabajadores, personas.
En eureka.DO disfrutamos acompañarlas en el camino hacia sus objetivos y estamos convencidos de que su bienestar fomenta el del lugar donde trabajan.